
Adicta a las emociones, las buenas. También complicada, pero, ¿quién no?. En realidad me vienen a la cabeza algunas personas con muchas menos expectativas e inquietudes y bastante más felices. Y en estos momentos las envidio un pelín, sanamente, por supuesto.
Recuerdo los sentimientos infantiles que me desbordaban, ya entonces, de deseo contenido de vivir aventuras,emociones. Quería pasarlo muy, muy bien, hacer cosas chulas, divertidas. Qué tonta, ¿verdad? como todos los niños, supongo.
Y lo pasé extraordinariamente bien, pero quería más. Recuerdo esta etapa con alegría y nostalgia, aunque no soy de quedarme en el pasado mucho tiempo. La leche y el pan repartidos en una furgoneta, el afilador…
Allí en la Sierra de Madrid donde vivimos, entre mis 8 y 12 años, mi amiga Juanita y yo hacíamos cabañas en los árboles, en las encinas concretamente.
¡Eran una chulada! o, al menos, a mí me lo parecían. No eran unas de esas de madera de las pelis, sino algo muy básico. Como mucho poníamos unos palos, cajas y todos los trastos que encontrábamos por ahí. Y no parábamos de subir y luego saltar abajo.
Por desgracia, no conseguí romperme el tobillo para que me pusieran una de esas escayolas tan chulas.
En invierno hacía mucho frío en esa zona. En los peores días, dolía al respirar ese aire helado y seco pero puro. Y nos encantaba la nieve que nos visitaba una vez al año. Sobretodo, nos encantaba divertirnos con ella y saltarnos el cole.
Añoro el despertar con el sonido de los pájaros y ver la noche estrellada y limpia. También el sabor de las judías verdes de verdad, las que recogíamos de las matas que plantó mi madre y que eran como las de las judías mágicas: crecían a una velocidad increíble.
Nos dedicábamos a coger saltamontes para algún pajarillo descarriado, íbamos al lago a ver ranas y sapos, libélulas, mantis religiosas o cualquier otro bicho, como esos tan pequeños que patinan sobre el agua.
Nos tumbábamos en el campo, recogíamos moras, patinábamos como locas, nos convertíamos en peces todos los veranos en la piscina, de sol a sol, y me ponía como un conguito de morena, ese moreno oscuro que te da la sierra.
Disfrutaba de las comidas de mi madre cuando llegaba hambrienta, aunque ella se cansaba de escuchar mis protestas. Quién las pillara ahora… Y cogíamos amapolas. Esas flores rojas que llenan los campos y que ahora echo de menos.

Mucho pedaleo en bici, también tenis libre (jugábamos como podíamos) y mucha gimnasia deportiva por nuestra cuenta. Éramos capaces de andar haciendo el pino al menos quince o veinte pasos, o más bien manos, pino puente, volteretas laterales y unas cuantas cosas más. Sólo me ha quedado poder hacer el pino y ya me doy con un canto en los dientes.
Jugábamos al béisbol en el campo de tierra con los amigos que cada año venían a pasar el verano, dibujábamos con palos en la tierra, jugábamos a las cartas, a la goma y contábamos historias de miedo a la luz de las farolas. Ah, y unos cuantos costurones en las rodillas.
Íbamos al cine de verano para niños de los sábados noche, a ver pelis en sillas plegables. Recuerdo la cara que se le quedó a mi madre la noche que le dijimos que habíamos visto ‘Oficial y Caballero’. Desde entonces, ya no pudimos ir sin que mi madre autorizara antes la cartelera.
Pues no recuerdo que me traumatizara, la verdad. Pero lo cierto es que es la única película que recuerdo haber visto allí, algo debió marcarme. Bueno, esa y una de tiburones muy chunga. de las que te dices, ¿pero eres tonta? ¿no ves que viene? ¡date la vuelta!
Las guerras de piedras tampoco faltaron. Y digo piedras, no chinitas. Me atrevería incluso a decir que también volaba alguna roca pequeña. La idea de este súper juego era de ‘ellos’, los brutotes. No era disfrute para nosotras, y mira que también estábamos asilvestradas.
Ellos, felices, empezaban a tirarnos piedras y nosotras nos defendíamos devolviéndolas, que paraditas tampoco éramos. Ahí mis padres perdieron la amistad de unos vecinos cuando mi padre regañó a su querido retoño, que casi me abre la cabeza.

Alguna vez intentamos vender mermelada de mora (o más bien mejunje de moras espachurradas) y prever nuestro futuro amoroso con juego de cartas. Me iba a casar a los veinte, total ‘na’, iba a ir de luna de miel en barco a no sé qué país, e iba a tener cuatro hijos solamente, con el chico que me gustaba en ese momento y que jamás me correspondió.
Tengo que enterarme si las niñas siguen jugando a eso, porque les voy a contar unas cuantas cositas de la vida…
En cierta ocasión, estuve a punto de tener mi primera cita. Yo tendría diez u once años. El chico en cuestión en ese momento se llamaba Ventura. No nos conocíamos más que de vista. Bueno, al menos yo le conocía de vista, no sé si él se percató alguna vez de mi existencia.
Entonces recibí una carta de amor, mi ‘primera carta de amor’. Bueno, dejémoslo en que me dijo que le gustaba y quería quedar conmigo, pero para mí era como si me hubiera dicho que me quería locamente.
¡No podía creerlo!, me citaba a una hora concreta, una tarde de verano, en el centro comercial frente a la iglesia nueva, o más bien mini centro, porque sólo había un súper pequeño y unas cuantas tiendas.
Así que, allí me fui, entre súper cortada, porque era muy vergonzosa, y súper emocionada de que se hiciese realidad un sueño… por fin. Cuando llegué, al principio no reaccioné al ver, en su lugar, a mi hermana tirada en el suelo. Al poco me di cuenta de mi terrible mala suerte. ¡Mi chico había atropellado a mi hermana con la bici!.
Bueno, eso es lo que me hubiera gustado, pero la cruel realidad era que mi hermana estaba allí sola, descoyuntada de risa, y no había ni rastro de aquel chico que tanto me gustaba.
Naturaleza a tope y, por supuesto, animales en casa. Mi amiga y yo tuvimos sendos hamsters, una monada de animalitos, aunque uno de los varios que tuvo mi amiga se lo cargó su hermano pequeño de tanto que le gustaba (lo apretó demasiado y lo asfixió).
En mi casa, siempre hubo perro. Y además, durante aquellos años, también un pez, que soltamos en el lago porque mi madre me hizo entender lo infeliz que era en una pecera.
También hubo un galápago bien grande, que cuidamos mientras unos amigos estaban fuera y que trepó la pared de la valla y se escapó. Lo encontró un vecino horas después, menos mal. Pero cómo puede un galápago trepar una pared!. ¿Y también un sapo?.
Dos patitos preciosos que corrían como locos al barreño, cuando les tirábamos, mi padre, mi hermana y yo, las moscas que cazábamos al vuelo con las manos. Tiempo más tarde, se los llevó mi abuela a Madrid. Nunca supe qué paso con ellos cuando se hicieron muy grandes, probablemente se los comió o los vendió para que alguien se los comiera.
Y canarios, pollitos, y un gatito que tal cual llegó se fue, porque a nuestro precioso perro pastor, también cachorro, casi le saca un ojo.
Mi hermana, incluso tuvo dos ardillas coreanas que le regalaron años después.

Esta fue una etapa genial que recuerdo con mucho cariño, al igual que el colegio de aquellos años, el ‘Felipe II’. O más bien, a mis compañeros y profesores.
Es curioso como recuerdo tan bien a estos profesores, más que a todos los que tuve después. Don Julio, un hombre muy cariñoso (sí, antes se les nombraba con el Don delante). El matrimonio formado por Doña Paquita y Don Tomás, dos profesores que nos atemorizaban con su carácter y voluminosa imponencia pero que recuerdo con cierto cariño.
Don Tiburcio (así, se llamaba), que era estrábico y tenía algo de mala leche. Impartía música e inglés y creo que nunca le gustaron los niños, o esa era mi sensación de cría. Nos enseñó a decir hola en ingles «jullo» (en fonética) ¿ideal, verdad?, pero nos enseñó a tocar un poquito la flauta (el mi-mi-sol no lo olvidaré jamás) y reconocer algunas composiciones musicales.
Cuando te regañaba era un apuro, porque nunca sabías si te estaba mirando a tí o al de al lado y se enfadaba muchísimo. También estaban Don Fernando, Don Ildefonso…
En su patio jugamos a todo lo que nos dejaban y se nos ocurría. Lo típico: canicas, fútbol, baloncesto, a la goma, al pañuelo, a las tabas, al rescate, patines, escondite… y todo se me daba bien, así que me encantaba.
Recuerdo soñar que volaba en ese patio, así como a metro y medio de altura del suelo y, recuerdo llorar de frío en alguna ocasión.
Extraescolares de tenis y viajes a esquiar en la Semana Blanca. Antes, gimnasia rítmica, pero no iba conmigo, como tampoco las clases de ballet a las que me apuntó mi madre. Otra cosa hubiera sido la gimnasia deportiva, que no estaba a mi alcance entonces. A mí me iba algo más dinámico y efusivo como el tenis y el kárate, para soltar el carácter, que practicaba hasta que nos mudamos.
Fuera del cole, recuerdo especialmente un día de excursión de cinco o seis amigos del cole, alrededor de los 11 años, en el que nos fuimos a pasar el día al monte y subimos a la ‘Machota Chica’. En algún tramo recuerdo pasar algo de miedo, pero siempre he sido más temeraria que miedosa.
Entonces hacíamos esas cosas y no pasaba nada. Al menos a nosotros. No me imagino a mi hijo haciendo eso a la misma edad, pero claro, seguramente mi madre tampoco sabía lo que íbamos a hacer. Aunque siempre he preferido bajar a subir. Supongo que por eso no me llama nada la escalada y, al contrario, he disfrutado mucho haciendo descenso de cañones, ya de adulta.
Y con mis padres, a parte de alguna salida a comer o reuniones familiares, muchas pelis de vaqueros en casa el fin de semana. También muchos clásicos, documentales de animales y naturaleza y el ‘Un, Dos, Tres’, cuando mi padre nos dejaba, pues prefería ver ‘La Clave’ (o eso recuerdo).
Ah, y nuestra primera tele en color. Sí, claro, soy ‘cuarentañera’, pero tú también llegarás, así que no me mires así.
Y qué decir de las sesiones dobles que me hice con mi hermana para ver Top Gun en el cine de Villalba, para ver a ese chavalín de Tom Cruise que en esa peli estaba como un queso. Aún tengo una imagen de un gesto suyo grabada en mi mente. Mi primer amor platónico de celuloide?

Antes de esa época, hasta mis 8 años, otros recuerdos algo más escasos pero también abundantes.
En Madrid capital, antes de ir al cole y deseando ir. Sonido de autobuses por la noche, a pesar de vivir en un décimo piso, que durante un tiempo eché de menos cuando nos fuimos a vivir a la sierra.
Por las tardes, escena recurrente de mi hermana haciendo deberes, mi madre cosiendo o haciendo ropa con la máquina de coser, a veces haciendo punto, y yo tumbada en la alfombra aburrida.
Otras con mi ‘lita’, mi abuela paterna que vivía con nosotros, debajo de la mecedora (yo, ella estaba demasiado gordita como para eso), viendo a los ‘Payasos de la Tele’, en blanco y negro, por supuesto.
Otra, con mi hermana en la calle (justo abajo de casa) compartiendo un patín cada una. Unos de esos soportes metálicos con ruedas que se abrochaban con dos cintas de cuero sobre los propios zapatos.
Joder, me parece que estoy hablando del paleolítico superior en lugar de sólo el siglo pasado (glup).
Tener un ‘dejavu’ en el camino bordeado de setos y flores abajo de mi casa. El cabás del cole. Comprar sifón en la tienda de la esquina. El largo pasillo que me atemorizaba. La cocina donde jugábamos a dar vueltas y me cargué un baldosín con la cabeza. La mecedora.
El baño donde una noche me senté medio dormida en el váter y me mee… encima de mi hermana. El ruido horrible del timbre que me hacía chillar y salir corriendo. Mis cuentos.

Chocarme de frente con una farola. Mi hermana defendiéndome de los niños, que no sé si me pegaban o me quitaban el almuerzo, o las dos cosas. Chocarme de frente con la pared del portal (siempre iba mirando para atrás).
Comerme el suelo cuando mi hermana (mayor que yo) y yo, nos tirábamos desde la cama a los cojines que colocábamos en el suelo y ella les daba un patada justo cuando yo estaba en el aire.
Yo, defendiendo a mi hermana incluso cuando me había pegado un pellizco o un guantazo de impresión (mi madre decía, con mucha razón, que tenía la mano muy larga). Comerme la nieve con los ojos… no preguntéis, ideas de mi hermanap.
Las dos haciendo de los muebles islas (al agua no se podía saltar) y mi ‘lita’ lanzándonos las zapatillas porque no nos alcanzaba corriendo. ¡Y menuda puntería tenía! Creo que venían con efecto bien practicado.
Pelearnos al irnos a la cama mi hermana y yo y deshacernos toda la cama. Y recibir algún cachete esporádico en el culo producto de padres desesperados.
Despertarme desorientada por la noche y encontrarme con la sábana sobre mi cabeza y no poder salir. El pequeño balcón que me daba un pelín de vértigo. Los baldosines de girasoles de la cocina.
Y otro recuerdo de algo que me encantaba: cuando tenía fiebre o, más bien febrón era lo que me daba a mí, entonces mi madre bajaba del armario todos los cuentos y yo me los leía todos en la cama.
También mi madre leyéndolos uno cada noche, y pedirle siempre alguno más, pero era inflexible, que yo recuerde. A esas alturas la pobre ya estaba agotada.
Me veo yendo al cole, el «Federico García Lorca» que hace muy poco salió en un programa de ‘Master Chef’ y me hizo mucha ilusión volver a verlo. Sólo reconocí parte del patio, ese patio donde nos poníamos en fila para entrar en clase, cada clase en una columna.
Seguramente lo recuerdo porque a pesar de mi corta edad, a los cuatro (espero que solo tuviera cuatro), me hice caca encima esperando en esa cola para entrar a clase. Recuerdo vívidamente la vergüenza que sufrí y el olor que desprendía. Y una amiguita, ¿Sonia?, Mónica? , y un compañero que se llamaba Rafa y me gustaba.
Mi madre nos decía que no cogiéramos ningún caramelo que nadie nos ofreciera. Entonces se oía que había chicos mayores que se ponía en la puerta de la salida del cole para dar caramelos que contenían droga.
Una vez al año, la familia íbamos al Parque de Atracciones y/o al Zoo. El monito del zoo-chico y yo chillando como locos. Él tirándome del verdugo y, claro, también de mis pelos, y yo aterrorizada. Aunque esto no sé si es un recuerdo mío o lo he hecho de tanto que me lo ha contado mi madre. El retiro, la feria del libro. No recuerdo parques ni nada más por aquél entonces.
Sólo los veranos que pasábamos en Alpedrete, también en la sierra. Las calles eran de tierra y las vacas pasaban por mitad del pueblo. De allí tengo mayores recuerdos que del invierno de Madrid.
La casa de mi yayo materno cerca y su pequeña piscina que él mismo construyó, como el resto de la casa, con un pozo, una lavadora que se abría por arriba y un columpio en el que conseguí mi primera brecha, en la ceja, gracias a la fuerza de mi hermana al empujarme que me dio la vuelta al columpio (dicen que los locos tienen mucha fuerza y yo creo que mi hermana estaba loca por deshacerse de mí ;). Sus canarios. Y un cenicero de Cinzano.
Mi yayo alcoyano, que me imponía mucho respeto y me obligaba a comer con la mano derecha, pero al que quería mucho. Me llamaba ‘mariquita’ y no llegó a mi comunión.
En algunas vacaciones, Estepona con los mellizos, mis primos, literalmente rebozados en la arena. Temor a las olas ‘gigantes’, para mí Tsunamis. Dos juguetes: uno, un muñequito en una mini escalerita que subía y bajaba al darle la vuelta, y el soldado con el paracaídas que al lanzarlo se abría. Castañas asadas.
Mucha bici y mucho campo. Saltar vallas. Arena en los ojos. Meter la pierna en los radios de la bici de mi hermana cuando iba de paquete. Los amigos y las canteras.
Sentarme en una mierda de vaca y mi madre metiéndome enterita, con ropa y todo, en la bañera. Recogiendo a mi ‘lita’ en la estación de tren. Cazar mariposas (más bien intentarlo). Caerme vestida en la piscina, estando enferma, por arte de magia inducido por mi hermana.
Temer a las víboras ocultas bajo las piedras. Tirarme a la piscina siempre que podía (y mi madre tirarse a por mí) y, más tarde, aprender a nadar. Dormirme escuchando las aventuras increíbles que mi hermana me contaba y que yo creí que eran de verdad durante mucho tiempo. Escaparme a ver los animales de la granja de Doña Quintina. Mi madre, mi centro emocional.
Mi hermana, mi inseparable lazo que ella intentaba romper despistándome y quien más me hacía rabiar. Y al mismo tiempo, con quien yo quería estar siempre, mi hermana. Mi amigo al que perseguía por toda su casa porque quería verle la pilila y no se dejaba. Mi otro amigo que me daba unos abrazos y yo no quería. Más costurones en las rodillas. Estamparme contra una cristalera. El olor del portal.

Y antes de este antes, más recuerdos sueltos.
Ir a ‘maternales’ en un colegio de monjas. Debía rondar los 4 años.
Adoraba a mi monjita. Era pequeña, encantadora, suave y cariñosa. Una auténtica belleza de persona y profesora. Un amor. Recuerdo aprender a conjugar las sílabas (la m con la a, MA, etc. ) y felicitarme por acabar mi primer mini libro.
Soñar con ser misionera (más adelante me haría agnóstica y ahora ya ni te cuento, pero eso es otra historia). Ayudar a un compañero a abrocharse la trenca.
En resumen, disfruté mucho mi niñez, con mis amigos y con mi hermana. Con ella he reído y he llorada también. Muy bromista y divertida, le encantaba reírse de las desgracias ajenas. Y cuando éstas no venían por causas naturales, las provocaba. Y ya sabéis a quién le caía siempre, aunque a mí no me hacía la misma gracia, y a menudo, ninguna.
Recuerdo algo curioso que sentía en mi niñez, y que después he visto en mis hijos: lo difícil que se me hacía asimilar que hubiera existido gente antes que yo. ¡Debían ser cavernícolas! ¿Cómo era posible que hubiera épocas en las que vivió gente con raciocinio, si yo aún no existía?
¿Cómo podía haber existir el mundo sin mí!?. Por favor, decidme que no soy la única y esto no es sólo una tara de familia, hecho que no descarto…
Mi hijo sólo alcanzaba a deducir que cuando él no había nacido era porque estaba en la tripita de mamá. Así que, cansada de explicarle que uno no existe desde que hay mundo -siempre había intentado no contarles milongas-, asumí el falso concepto y así se lo conté ya a mi hijo pequeño, que repetía la misma inquietud. Les da tranquilidad mientras no necesitan comprender más y tú te ahorras saliva.
Y no, no he tenido cuatro hijos, sólo dos. Ni los tuve jóven, ni me casé a los veinte porque no me he casado, por lo que tampoco me he ido de luna de miel. Ni he vuelto a subirme a una encina, aunque sí a algún tronco. Ni a coger amapolas, aunque sí me he tumbado en el campo.

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